sábado, 25 de junio de 2011

L.M.Q.

Empezó en una noche oscura y nublada. Pero no fue la única, ni siempre fue igual.
A veces lo veía en un bosque, a veces cerca del mar, a veces en mi habitación. Él sí, era siempre el mismo, el único.

Al principio no entendía qué hacía yo ahí o dónde estaba. Me sentía débil, vulnerable, asustada y no sabía cómo escapar. No había nadie, corría y gritaba y era siempre interminable. Caía rendida, con lágrimas corriendo por mis mejillas. Al levantar la mirada, lo veía asomado detrás de un árbol, de una roca o de una pared, según dónde estuviera. No podía pararme e ir hacia su encuentro. De a poco se acercaba, siempre sabía que lo haría, no podía resistirse a mí. Se agachaba hasta que nuestras miradas estaban a la misma altura. Secaba mis lágrimas en silencio, su calor me inundaba, y besaba mis labios mientras me ayudaba a levantarme.
Sus brazos rodeaban mi cintura, mientras que los míos atrapaban su espalda o sus hombros. Separábamos nuestras bocas y me miraba a los ojos con sus marrones cristales, que me hundían en una inmensa paz. Una paz tan profunda que no me permitía apartar la mirada, no podía ni siquiera darme cuenta de que ya no tocaba el suelo con los pies. Él sonreía apenas, concentrado en llevarme más allá de cualquier dolor. Al reaccionar, podía oir un batir de alas, pero estábamos completamente solos.
No eran aves, ni insectos, ni nada por el estilo.
Era él. Con unas esplendorosas alas de plumas blancas. Me llevaba alto y no me dejaba caer.
Apoyaba mi cabeza en su pecho, sintiéndome al fin, fuerte y segura.
Nunca pude tocarlas, nunca me animé. Estoy segura de que son tan suaves y frágiles como todo en él. Sus caricias, sus besos, sus sentimientos.
Siempre estuve convencida de que él no es de esta tierra, es demasiado inocente para ser humano. Pero lo es, existe y me cuida en la distancia.


Es mi ángel guardián, bajó del Cielo para no dejarme sola jamás.

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